Jueves 30 de enero de 2014
Por Vicente Massot
El análisis político y económico del Dr.
Vicente Massot
Es de libro que, cuando se substancia un cambio
de gabinete, con base en la cartera económica, al momento de hacerse cargo el
nuevo ministro o, a lo sumo, unas pocas horas después, se ponga en marcha un
plan sustitutivo del anterior o medidas que importen una modificación del rumbo
recorrido. De lo contrario, sería difícil explicar la razón por la cual se
ha despedido a un funcionario y convocado, en su lugar, a otro. Se supone que si
algo funciona no se altera. Mucho más si se trata del encargado de la hacienda
pública. Esto, claro, en buena lógica, algo que escasea en las tiendas
gubernamentales del kirchnerismo.
Han pasado dos meses, poco más o menos, desde que
la presidente decidió despedir a Juan Manuel Abal Medina; a un intrascendente
Héctor Lorenzino, cuyo error, entre muchos, fue creer que el cargo que tenía era
real, y también al inefable Guillermo Moreno, el único que, a la luz de lo visto
hasta aquí, debería haberse quedado en su puesto. No porque fuese un dechado
de virtudes, o porque con su manía intervencionista nos hubiese sacado del
berenjenal en el que estamos, sino porque había sido el secretario de Estado más
funcional de toda la década K.
Para desenvolver un plan como el que lanzó Néstor
Kirchner y continuó su mujer —sobre todo después de la renuncia de Roberto
Lavagna— lo mejor era tener un cancerbero ineficiente pero que conociera el
libreto.
Su remoción pareció anunciar una partitura
diferente, que todavía estamos esperando. Con lo cual la pregunta obligada es
por qué Cristina Fernández dio un paso de esta naturaleza para dejar las cosas
como estaban. En tren de hacer gatopardismo, el momento no era el mejor y si
la consigna de todas formas era imitar a Lampedusa, se podría haber puesto algo
más de empeño y de talento en la operación. Se necesitaba a quienes supieran
improvisar sobre la marcha y tuvieran espíritu aventurero y no a quienes
presumen de saberlo todo y, en el fondo, son tan engolados como incapaces de
cargarse la administración al hombro y ponerle el pecho a las balas.
Capitanich
y Kicillof podrían ser, en el mejor de los casos, capitanes de tormenta de una Pelopincho desinflada.
Pero todavía no contestamos la pregunta planteada
antes, que no es de poca monta en razón de que tal como están la cosas —es
decir, si no se corrigiese el derrotero que lleva el gobierno— difícilmente
podrá completar su mandato la actual presidente.
Así de serio es el panorama. El
kirchnerismo dirá lo que desee al respecto y, casi con seguridad, atribuirá a
las usinas destituyentes la idea de que Cristina Fernández corre el riesgo de no
terminar su mandato en tiempo y en forma. Sin embargo, de la misma manera que
introducir la variante comentada hace un año hubiera sido gratuito, hoy es
inevitable. No está escrito en ningún lado que la viuda de Kirchner vaya a
ponerle la banda a su sucesor.
¿Por qué se produjeron los cambios? No está claro
si la Señora obró a tontas y a locas, sencillamente porque se le dio la gana; o
porque —enferma como está— se dejó ganar en voluntad y cedió a los consejos de
su hijo y de Carlos Zanini; o porque creyó que algo no funcionaba bien
y entonces lo sensato era cambiar de monta y de tesis. Cabe, asimismo, pensar
que pueda haber existido una combinación de distintos factores. Nada, en la
realidad, suele ser blanco o negro.
Por de pronto —y nos metemos en honduras—
Cristina Fernández se encuentra enferma y lo suyo no es ni sencillo ni pasajero.
Parece atinado que, sujeta como está la suerte del gobierno a la presencia de su
jefa en Olivos, nadie quiera alarmar a la población y acelerar el proceso
de sucesión pensado para 2015. Reconocer que la presidente se halla en un estado
delicado —aunque su dolencia no sea gravísima o incurable— es lo último que
haría una administración en retirada, dependiente de ella para ordenar
mínimamente a la tropa que —en caso de faltar— se amotinaría yla dejaría sin
sustento ni piso.
Ahora bien, al trabajar a media maquina, aislada
en Olivos, y no resultar conveniente cargarla con los problemas propios de
cualquier gestión presidencial, la Señora a veces se hace presente y a veces da
el presente por vía de quienes tienen derecho al picaporte. Conviene leer —dicho
sea de paso— ese opúsculo luminoso del más grande de los pensadores políticos
del pasado siglo, Carl Schmitt, que lleva por titulo: Dialogo sobre el poder y
el acceso al poderoso.
¿Quiénes tienen entrada libre a los aposentos
presidenciales? —Sus hijos, en primera instancia, Carlos Zanini y ahora Axel
Kicillof. Antes de caer enferma y de ser estruendosamente derrotada en las
urnas, difícilmente hubieran podido, cualquiera de los nombrados, llevarle
un cambio de gabinete con la seguridad de que lo fuera a aceptar a libro
cerrado. En las circunstancias presentes, no sería de descartar. Ello unido al
hecho de que la jefe de estado no tiene la mas mínima idea de cómo funciona
la economía.
Por qué no pensar pues que, preocupados todos los integrantes del círculo áulico de Cristina —incluyéndola a ella, claro—, hayan decidido convocar al economista de su devoción y a un jefe de gabinete que seguiría dócilmente sus instrucciones y generaría expectativas —como en su momento ocurrió— de que algo finalmente cambiaría. Por qué no pensar, al mismo tiempo, que no fueron más allá de esa improvisación, creyendo que la versación de Kicillof —a quien consideran un fuera de serie— y el anclaje en el tronco peronista del chaqueño, les permitirían mantenerse a flote. Si esto fue cuanto sucedió —lo cual no es seguro, ni mucho menos— no estuvo mal pensado, salvo por un pequeño detalle: los muchachos que ingresaron al gabinete llegaron flojos de papeles y de ideas. Con lo cual clausuraron cualquier intento serio de contener la crisis.
Al que vino del Chaco la vorágine se lo tragó en
cuestión de días, cuando quedó pagando por la asonada policial de Córdoba.
Después de ese papelón sonoro, lo suyo ha sido patético. Habla hasta por los
codos para desdecirse al día siguiente —o incluso en el mismo día, como ocurrió
ayer lunes. Anuncia una cosa y sale Kicillof a desmentirlo. Se pelea por el
precio de los tomates y no sabe bien dónde está parado.
Al economista, por su lado, que en la teoría luce
bien, en la práctica, cuando le ha tocado arremangarse y enlodarse, el puesto le
ha quedado en extremo grande.
Parece mentira que en casi sesenta días no hayan
podido imaginar, Capitanich y Kicillof, un plan alternativo o correcciones
al vigente de mayor enjundia. Para esto, mejor hubiera sido que se quedaran los
anteriores ocupantes de esas carteras. Entre otras razones, porque no se
hubiesen generado las expectativas que ahora —si fracasan— podrían arrastrarla
en su caída a la mismísima presidente.
Veamos con algo más de detalle por qué lo
anterior no es la expresión de deseo de un antikirchnerista o el exabrupto
propio de un análisis exagerado a propósito. Por de pronto, faltan dos años para
que expire el mandato de Cristina Fernández. Con estas particulares
coincidencias: está enferma, no tiene posibilidades de ser reelecta, carece de
un delfín confiable, y no acierta con las medidas que es necesario tomar.
La suerte de su gobierno básicamente dependerá de
la marcha de la economía pero, a su vez, la incidencia que tendrá sobre el
gobierno y su duración la salud de la presidente, de más está decir que será
fundamental. A diferencia de otras ocasiones, hoy se conjuga el hecho de que
el kirchnerismo tiene fecha cierta de vencimiento con una situación económica
crítica. Carlos Menem, en 1998, sabía que no tendría tercer mandato aunque
retenía las riendas del poder y en el horizonte no se recortaban problemas con
el dólar, la inflación, la distorsión de precios, el gasto público, las reservas
y la desconfianza, todos sumados. Cristina Fernández, a semejanza del riojano se
va a más tardar en 2015; pero, a diferencia de aquél, tiene una bomba que si no
sabe desarmar le puede explotar en las manos.
Si faltasen seis meses para dar las hurras y
retirarse, el tema —siendo serio— no pondría en riesgo su mandato. Dos años es
otra cosa. Con lo cual la estrategia de patear la crisis para adelante, a los
panzazos, en este caso no sirve de nada. El tiempo le juega en contra a ésta y
a cualquiera otra actitud torpemente dilatoria. Si no se puede desensillar hasta
que aclare, cuanto debe hacer la presidente es tomar el toro por las astas.
¿Puede hacerlo? ¿Quiere hacerlo? ¿Es consciente de la necesidad de hacerlo?
—Poder, puede. Si quiere y conoce la situación, parece más difícil de contestar.
Porque sólo cree en su discurso y, además, está enferma.
Si acertase a modificar la disposición de las
velas no habría razones para suponer que esté condenada a abandonar Balcarce 50
antes de tiempo. De lo contrario resultará conveniente prestarle atención a la
variante de la cual, en sordina, se habla en todas las reuniones políticas
del país: la de la Asamblea Legislativa.
Hasta la semana próxima.
Fuente: Massot/Monteverde &
Asoc.
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