sábado, 23 de enero de 2016

Complicidad que deja huella





  • 23/01/16 - 06:55
Habré tenido cuatro o cinco años y mi papá me preguntó si íbamos caminando al Jardín (que quedaba a unas ocho cuadras). Protesté, que me parecía mucho. Probemos, dijo él, si te cansás, ya vemos.

Llegamos tan rápido que no lo pude creer. Las ocho cuadras se habían convertido en un momento de placer, quizás por la charla que tuvimos. Desde ese momento me queda un amor invencible por las caminatas en compañía. Sé que 
en ese trajín se sellan complicidades que dejan huella.

Esas huellas son las que deben evolucionar a medida que las relaciones entre padres e hijos cambian, por la edad, por los ciclos vitales, por los nuevos conflictos. Hasta hace poco, mis hijos –de 10 y 7 años– me desafiaban a correr carreras en las veredas. Ibamos de casa a la verdulería, digamos, y en el medio debíamos correr “pistas” de 20 o 30 metros. De más está decir que nunca gané porque, para bien o para mal, no me animé a quitarles esa felicidad de llegar primeros.

Ahora la calle se conjuga con la charla, a veces agotadora. El mayor –que sabe de política más de lo que uno sueña– me preguntó si los 
tres prófugos habrían sido encontrados si Scioli hubiera sido Presidente. El quiere una respuesta contundente que no estoy en condiciones de dar. Le digo que no sé, pero no se conforma con mi ignorancia. Insiste.

Con mi hija hablamos sobre estar aburridos. Por complejo de época, quizás, me inquieta que se inquieten si no tienen algo entre manos, literalmente (video juegos en los celulares, TV, compu) e intento defender el ocio sin más con un arcaico “Cuando yo era chico, no había compus y no me aburría” (mentira: no había compus pero sí me aburría).

–¡Que no había compus! No te puedo creer. 

Esta vez íbamos hacia la heladería. “¿Y helados había?”. Sí, hija, soy viejo, no prehistórico.

Confío en que estos juegos y charlas evolucionen, que el diálogo no se pierda. Ese es, creo, el sueño (im) posible de todo padre.

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